La Prevención del Narcotráfico: De la Prohibición a la Despenalización de Drogas
Por Olivier Acuña Barba
La historia nos ha enseñado que el consumo de drogas, estimulantes, enervantes, estupefacientes nunca se va a erradicar. La lucha contra el narcotráfico es una guerra estéril que ha dejado una estela de muerte y destrucción. Es una guerra que ha llevado a la muerte y a la cárcel a muchos inocentes. Es una triste realidad en la que hay más detenidos por consumir o comprar drogas para uso personal que traficantes. Es otra triste realidad que, por ejemplo, durante el gobierno del presidente Felipe Calderón, quien declaró la guerra al narcotráfico y que invirtió enormes recursos con este fin, el tráfico de drogas creció más que nunca en la historia: un 132 por ciento.
Es cierto que hoy más que nunca se habla de la despenalización de las drogas, al punto que por primera vez en la historia un organismo de la importancia como la Organización de Estados Americanos ha abordado la necesidad de que se abra el debate, que se invierta en el análisis y estudio de los efectos de la legalización. Pero no sólo la OEA, sino que en Estados Unidos ya varios estados han seguido el ejemplo de España y Holanda en la despenalización de la marihuana.
En Holanda, el efecto que ha tenido es positivo, porque es un país que no está sufriendo tanto como otros el embate de la crisis económica y aún mejor, el delito se ha reducido de forma importante, al grado que se han cerrado varias cárceles y otras se rentan a otros países vecinos que ocupan el espacio para criminales que van en aumento en sus territorios.
El hecho es que por primera vez en la historia, varios presidentes de diversos países reconocieron el año pasado, públicamente, la necesidad de abrir un debate amplio e informado en la evidencia disponible, acerca de la efectividad, los costos y la eficiencia del actual régimen prohibicionista. Tal fue el caso de Otto Pérez Molina, de Guatemala, y Juan Manuel Santos, a quienes les siguieron los mandatarios de Uruguay y México, donde hace unos días ya se intensificó en los congresos de la República y del Distrito Federal el tema de la necesidad de un debate a fondo. Miguel Ángel Mancera ha propuesto abiertamente la necesidad de despenalizar la marihuana en el Distrito Federal.
El objetivo es recaudar más fondos a través de los gravámenes a la comercialización de la marihuana, la atracción de más turistas interesados en este tema y con el fin de buscar alternativas para enfrentar el ‘problema de las drogas’, que resulten menos costosas para las naciones de la región.
Para entender cómo llegamos a esta discusión resulta útil definir operacionalmente qué es la prohibición. Desde un punto de vista de economía política internacional, la prohibición no es otra cosa que la transferencia de una parte importante de los costos del ‘problema de las drogas’ de los países consumidores a los Estados productores y de tránsito. Más precisamente, con la prohibición y los principales mecanismos que la refrendan (como las Convenciones de Naciones Unidas) los países productores y de tránsito se ven obligados a implementar políticas de reducción de oferta, con lo cual, supuestamente, deberían llegar menos drogas a las naciones consumidoras, y las que entran deberían tener un precio más alto para disminuir el consumo. Esta es la racionalidad de la prohibición, o por lo menos de la parte de la prohibición que afecta a países productores y de tránsito. En teoría, la prohibición suena como una opción razonable, y no debería sorprendernos que los principales países consumidores les den a los productores y de tránsito subsidios para implementar políticas de reducción de oferta, como el Plan Colombia o en el caso de México, en el marco del Plan Mérida. Pero presentaremos cifras que comprueban que el prohibicionismo no ha rendido frutos positivos, en cambio, sí negativos.
A mi juicio, fracasaron tres supuestos fundamentales en los que se basaba la teoría del prohibicionismo. Primero, los promotores de la prohibición suponían que si se invertían grandes sumas de dinero en programas de reducción de oferta, se iba a lograr acabar o, por lo menos, ‘controlar’ el narcotráfico, e iban a reducirse los índices de adicción en sus países. Pero no resultó.
Son pocos los casos éxitos en la lucha contra el narcotráfico, y los que existen no acaban con el fenómeno, sino que lo desplazan a otras regiones. Por ejemplo, los éxitos recientes de Colombia, producto del cambio de énfasis en las políticas antidroga en el 2008, hicieron que parte de los cultivos se devolvieran a Perú y Bolivia, los laboratorios se trasladaran a Ecuador y Venezuela, y la base de operaciones de los carteles del narcotráfico fuera a México y Centroamérica. En resumen, llevamos varias décadas pasando el problema de un país a otro, con pocos resultados a nivel regional.
Segundo, la teoría probablemente subestimó los costos colaterales que iban a tener que enfrentar los países productores y de tránsito que se embarcaran en una guerra frontal contra el narcotráfico. Sobra recordar los más de 60 mil homicidios en los últimos años en México y el incremento de la inseguridad, y del crimen en más de un dos ciento por ciento.
Tercero, empezó a fallar el supuesto según el cual los países productores y de tránsito de la región iban a continuar hipotecando sus intereses de seguridad y estabilidad institucional a cambio de 400 o 500 millones de dólares en subsidios para la lucha contra el narcotráfico. Estas son las razones que, a mi juicio, nos deberían llevar a todos a exigir un debate acerca de qué ha funcionado, qué no y a qué costo, en materia de políticas antidrogas. Al final, la política de drogas, como cualquier política pública, debe ser juzgada por sus resultados y no por sus intenciones, y aunque en teoría la prohibición suena como una alternativa razonable, la evidencia disponible es clara en señalar los altos costos y la poca efectividad de muchas de las políticas que hasta ahora se han implementado.
En esto coincide Daniel Mejía, Profesor asociado y director del Cesed, Facultad de Economía, Universidad de los Andes, quien comentó: “La historia de la humanidad nos muestra que guerras como las libradas por Jacobo I de Inglaterra contra el tabaco, y como la impuesta en nuestros días a Colombia y que aparece como la GUERRA DEL GOBIERNO COLOMBIANO contra la producción y el tráfico del derivado cristalizado de la mata de coca, están definitivamente condenadas al fracaso.”
Las lecciones de la Ley Seca de Estados Unidos o Prohibición
Sería un grave error no aprender de los errores del pasado. La Ley Seca (o Prohibition, como fue denominada informalmente en Estados Unidos) no prohibía ciertamente el consumo de alcohol, pero lo hacía muy difícil para las masas porque prohibía la manufactura, venta, y el transporte de bebidas alcohólicas, tanto para su importación como para su exportación. Pero el alcohol continuó siendo producido, claro, ahora de forma clandestina y también importado, obviamente, de también forma clandestinamente de países limítrofes, provocando un auge considerable del crimen organizado. De hecho, hubo numerosos casos en donde ciudadanos compraron licor masivamente durante las últimas semanas del año 1919, antes que la ley entrase en vigor el 17 de enero de1920, para así atender el consumo propio. Si bien la ley impedía la oferta de alcohol, la demanda de éste no había desaparecido, sino que la persistencia de ésta estimuló la fabricación y venta de licores, que se convirtió en una importante industria clandestina. El precio del alcohol se disparó, en perjuicio del pueblo y del gobierno, provocando el auge del crimen y su fortalecimiento y capacidad corruptiva en todos los niveles del gobierno estadounidense.
De manera similar al mercado actual de drogas ilegales, muchos de los delitos más serios de la década de 1920, incluyendo robo y asesinato, fueron resultado directo del negocio clandestino de alcohol que operó durante la Ley Seca. El propio Al Capone llegó a influir directamente sobre varios barrios de la ciudad de Chicago para que se le permitiera continuar su negocio ilícito a cambio de sobornos o amenazas, mientras su banda (junto con decenas de otras) luchaban violentamente entre sí a lo largo del territorio estadounidense para controlar el muy lucrativo tráfico de alcohol.
Durante la década de 1920, la opinión pública dio un giro, y la gente decidió que había sido peor el remedio que la enfermedad. El consumo de alcohol no sólo subsistió, sino que ahora continuaba de forma clandestina y bajo el control de feroces mafias. En vez de resolver problemas sociales tales como la delincuencia, la Ley Seca había llevado el crimen organizado a sus niveles más elevados de actividad como nunca antes se había percibido en los Estados Unidos. Antes de la prohibición había cuatro mil reclusos en todas las prisiones federales, pero en 1932 había casi 27 mil, síntoma que la delincuencia común había crecido gravemente, en vez de disminuir. El gobierno federal gastaba enormes cantidades de dinero tratando de forzar la obediencia a la Ley Seca, pero la corrupción de las autoridades locales y el rechazo de las masas a la Prohibición (demostrada por el hecho que el consumo no disminuía) hacían más impopular sostener la Ley Seca.
El millonario John D. Rockefeller, quien había apoyado la veda en 1919, comentó inclusive en 1932: “En general ha aumentado el consumo de alcohol, se han multiplicado los bares clandestinos y ha aparecido un ejército de criminales”, declarando que su opinión había cambiado al respecto. Asimismo la opinión pública estadounidense culpó a la Ley Seca del grave aumento de la violencia delictiva y criminalidad en Estados Unidos que se registró hacia los años treinta a la Ley Seca y no al consumo de alcohol.
En 1932, el Partido Demócrata incluyó en su plataforma la intención de derogar la Ley Seca, y Franklin Roosevelt dijo que, de ser elegido presidente, derogaría las leyes que aplicaban la Ley Seca y fue elegido y la veda levantada, con la firme esperanza de que la industria del alcohol sería un factor dinamizador de la deprimida economía estadounidense, además de ser capaz de generar nuevos puestos de empleo y así fue en 1933.
Otra lección histórica
También en Estados Unidos tenemos otra experiencia que nos demuestra que la prohibición siempre produce el efecto contrario o por lo menos un efecto negativo. Tal fue en 1915, cuando políticos estadounidenses, presuntamente preocupados por la existencia de 10 mil adictos a los opiáceos y otras drogas, quisieron “erradicar este cuerpo del mal”, prohibiendo la prescripción de narcóticos por parte de la comunidad médica a sus pacientes adictos. Hablamos de la Ley Harrison, la cual en un en principio tenía el objetivo único de reglamentar el registro y tributación de sustancias que seguirían fabricándose y usándose, sin otras limitaciones que las previstas por el estamento médico, pero que finalmente en 1919, por fallo de la Corte Suprema estadounidense se declaró que no era legal que un médico prescribiera drogas narcóticas a un paciente adicto con el fin de mantener su consumo y consuelo. La lógica prohibicionista era reducir e incluso erradicar la adicción y a los adictos. Sin embargo, lo que sucedió desde 1925 en adelante, fue que aumentó el consumo de opiáceos y la cocaína.
Las cifras que respalda la lección mexicana
Es pertinente mencionar que a raíz de los sucesos terroristas en Estados Unidos del 11 de septiembre del 2001, las autoridades estadounidenses hicieron mucho más difícil el tráfico de drogas a su territorio a través de la frontera, lo cual tuvo como consecuencia que más drogas se quedaran en México, lo cual provocó un importante aumento del consumo y adicciones en nuestro país. Es decir, que no hay duda, que las medidas de seguridad y el combate al tráfico siempre va a resultar, por lo visto, negativo de alguna manera. Alguien siempre sale afectado.
Cifras del INEGI señalan que hubo una disminución de la violencia en el final de la década de 1990, pero la inseguridad ha empeorado de manera consistente desde el año 2000 hasta la fecha.
A partir del sexenio de Vicente Fox, según INEGI, se empezó a incrementar el número de efectivos asignados a la lucha contra el narcotráfico, con el resultado de que el crimen aumentó, las muertes, desapariciones, violaciones a los derechos humanos, la emigración de mexicanos a Estados Unidos y la inseguridad en general.
El caso de los delitos contra la salud en su modalidad de narcotráfico es digno de mención. De 2004 a 2008 crecieron 120 por ciento. El aumento se detuvo en 2009. En efecto, en 2009 se denunciaron 9 818.
En el caso de 2009, los delitos contra la salud representaron casi 50 por ciento del total de delitos federales denunciados, lo cual significa que los delitos contra la salud aumentaron cerca de tres veces más que el resto de los delitos federales en el periodo, agregó INEGI. Otro dato valioso es el incremento de 18 por ciento de los ilícitos de armas prohibidas en el periodo estudiado.
Combinados con los de narcotráfico, estos delitos representaron el 65 por ciento del total en el 2008 y más del 60 por ciento en el 2009, publicó INEGI en su informe sobre Seguridad Pública y Justicia 2010. Y concluye la INEGI, que de los indicadores se puede deducir que la actividad relacionada con el tráfico de drogas creció en los últimos años, en lugar de disminuir, el cual era el objetivo de la guerra contra el narcotráfico de Calderón. Del 2008 al 2007, aumentó en 58 por ciento el homicidio relacionado al crimen organizado, lo cual representa el mayor salto, subrayó INEGI, de uno año a otro en la historia de este informe estadístico. Otro dato del INEGI: en 2011, el narcotráfico fue el sector que más empleos generó. Esto también significa que la criminalidad va en aumento.
En resumen, Calderón gastó 320 mil millones de pesos en su lucha contra el narcotráfico, al tiempo que no sólo no parecía lograr un clima de seguridad en el país ni terminar con el tráfico de drogas, sino que Joaquín Chapo Guzmán emergía como uno de los traficantes más poderosos y ricos del mundo. Esto nos deja entrever que el resultado fue contradictorio y contraproducente.
La propuesta es que en lugar de gastar tanto dinero en la lucha contra las drogas, se invierta en la generación de empleos, infraestructura, educación, modernización, tomando en cuenta que la historia nos confirma que es incluso natural que el hombre trate de huir de las dificultades y evitar sensaciones desagradables, y no es poco habitual que busque refugio en alguna droga que lo “ayude” a olvidarse que es una criatura limitada. Y si esto es natural, consecuencia lógica, es que busque la manera de satisfacer su necesidad a como dé lugar.
Será, entonces, más positivo, productivo y práctico crear ambientes sanos como pilares de la prevención del uso indebido de drogas. Un ambiente sano es aquel que provee a las personas las posibilidades de crecer en los aspectos físicos, psicológicos, culturales, emocionales e intelectuales Un medio o sociedad que se preocupe por atender las diversas necesidades de niños, adolescentes y adultos. Así como de brindar las posibilidades para desarrollar la autoestima, la participación y el desarrollo.
Un ambiente sano es donde una persona siente afecto, posibilidades de expresar libremente sus ideas, deseos y preocupaciones; donde la persona tiene correspondencia, se identifica y siente seguridad y libertad. Estos ambientes se crean en la familia, escuela, clubes y barrios y no con una violenta guerra contra el narcotráfico que ha probado destruir vidas inocentes.
Olivier Acuña Barba
Escritor y Periodista
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